Obviando lo obvio


De pequeña, odiaba. Así, sin más, y sin dirigir a nada en concreto. Odiaba por inercia, odiaba a todos, y odiaba todo. Todo me parecía absurdo, injusto. Incomprensible. No entendía nada, y por no entender, odiaba. O mejor dicho, creía entender cosas que ahora sé que no son como pensaba, y por tanto, sumida en un error, me enfadaba con un mundo que yo no entendía y que definitivamente, no me entendía a mí. 

Cuánto más me decían que era normal, que todo era un comportamiento natural a mi edad y con mis condiciones, más me cabreaba. Me enfadaba, y odiaba a las personas que me decían eso. Odiaba a aquellas que me compadecían, odiaba a las que se marchaban, odiaba a las que se quedaban. Odiaba a un persona en particular, con mucho odio, por no entender nada. Absolutamente nada. Y eso que yo tampoco entendía ni la mitad. 

Bueno. Tardé, lo justo y necesario -siempre es así-, en transformar todo ese odio en amor. Suena cursi, cierto, pero una se da cuenta que la única energía bien invertida es aquella que está llena de luz... Y no hay luz más pura que la del amor. Cualquier tipo de amor. 

En la última entrada hablé de una gran historia de amor. Hoy, toca otra. 

Una historia llena de chivatazos, de últimos pedazos de bocata cedidos, y de un egoísmo que se funde, para dar paso a la complicidad. 

La historia de un número 13 que trajo mucha, muchísima suerte. Aunque tardé tiempo en darme cuenta. 

Esta historia de amor empieza con una chica que no escucha, y un chico que no habla. Hasta que un día el no sabe callarse, y ella presta atención. Y todo cambia. 

Así de simple. De un día para otro. 

Aunque a veces, tener dormitorios separados, hace que la convivencia sea más fácil...

Ana 'Uala'

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